lunes, 18 de julio de 2011

Impuesto a la carne, Diamela Eltit, Eterna Cadencia, 2010, Buenos Aires.






Literatura enferma


Es tan extraño lo que me ha sucedido. Quien lee y busca libros, en general, tiene listas de recomendaciones. Está atento a breves comentarios de otros críticos o escritores. Le pregunta a los mismos libreros, aunque cada vez queden menos. También está el tema de las editoriales y las colecciones, que siempre son un buen indicio. Entonces cuando uno compra ya sabe qué es lo que está comprando, incluso, en muchas ocasiones, cuál es la historia y hasta cómo está escrita. Bueno, que ha sucedido algo extraño, decía, porque como sabemos todas esas cosas es muy raro que terminemos comprando algo que no queremos o que no esté en la línea de nuestros gustos.
Hace no menos de siete u ocho años que espero un libro de Diamela Eltit, desde que leí una crítica a una novela suya que se llamaba Los trabajadores de la muerte. Ahora sé que ha escrito una docena de novelas desde 1983 hasta hoy. Muchísimo. Y justo vengo a empezar por ésta.
Es que Impuesto a la carne es terrible. Aburrida, lenta, un ejercicio de escritura en el que la consigna parece ser no desarrollar personajes, no contar una historia, no tener en cuenta al lector.
En primera persona una hija cuenta la desventura de vivir junto a su madre la necesidad continua de ser atendida por los médicos. Madre e hija, ya ancianas, parecen compartir un mismo cuerpo, aunque por momentos se indique que no es así. Y recorren los hospitales en busca de la atención de los médicos, que no son simples profesionales sino quienes deciden el futuro de los pacientes o fans. El comercio de órganos y sangre, las esperas, los engaños, el comportamiento de las enfermeras, la prohibición de mencionar la palabra “hambre”, la muerte de otras enfermas, son los acontecimientos más importantes.
Fuera de los hospitales no se adivina mucho más: una revolución al norte, las barras de hinchas. La protagonista sale sólo una vez a la calle y se encuentra con una prima. Se trata de Chile en un tiempo cercano al bicentenario de la patria, la misma edad de la madre anarquista. Y recién en la página 166 mencionan la posibilidad de volver a vivir a una de las comunas en las que ya vivieron antes.
En fin, un libro parecido, en lo formal, a aquellos eligen un narrador cuya comprensión de la realidad es parcial, como en Faulkner; en el libro Las primas, de Venturini; o en El curioso incidente del perro a la medianoche, de Hadoom. Pero esa visión sesgada de la realidad nos narra una No Historia, que me recordó a El proceso, de Kafka, lo que hace un lectura muy difícil de sobrellevar.
Sé que detrás de Impuesto a la carne hay una metáfora de los años de represión en Chile o en toda Ameríca Latina, aunque no funciona. Sé que Eltit tiene mejores novelas, y que pronto me cruzaré con alguna de ellas. Sé que Eterna Cadencia es muy selectiva con sus autores y sus textos. Pero en Impuesto a la carne algo falló.



Librería: la novela la compré en El Ateneo, de La Plata, no recuerdo el precio. Está bastante buena, y tiene empleados poco molestos que no dicen nada cuando llevas un libro al scanner para saber el precio. Y las bibliotecas no son muy altas y casi se pueden leer los títulos en el último estante.

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