Intemperie, Jesús Carrasco, Seix Barral, 2013,
Buenos Aires.
El niño que robo el
caballo de Atila, Iván
Repila, Libros del Silencio, 2013.
El porqué de las cosas,
Quim Monzó,
Anagrama, 1993, Buenos Aires.
Marcos Montes, David Moteagudo, Acantilado, 2010.
Cuatro autores españoles
Cordero de Dios
En Intemperie, Carrasco cuenta una historia sencilla. Con sólo tres
personajes, un niño, un viejo pastor, y un comisario, se las arregla para
desarrollar una trama subyugante y conmovedora. De contexto rural, me recordó a
las novelas de Yuri Herrera, y más atrás, a los cuentos de Rulfo. El niño
escapa de un pequeño pueblo y se encuentra con el pastor de ovejas que lo ayuda
a escapar. Luego los perseguirá el comisario y la historia alcanzará un grado
mayor de complejidad.
Es un logro la representación
del niño. Yo ya lo he dicho, no soy muy amigo de los niños protagonistas, porque
suele caerse en la ingenuidad de la edad del personaje como herramienta para la
visión que tenga del mundo. Pero en este caso está muy logrado el recurso.
También está muy bien el personaje del pastor. Creo que es el mejor. Tiene algo
de bíblico (como todo el texto, podría decirse), esa actitud de dar todo lo que
se tiene por ayudar a un desconocido.
Y un breve comentario para el
final de la historia. Es lógico pero sorprendente. Triste y esperanzador. Es
muy bueno. Como toda la novela.
El niño que robo el caballo de Atila es la segunda novela de Iván
Repila, un autor joven de Bilbao. La primera se tituló Una comedia Canalla.
Es un texto corto, muy corto.
Y del estilo de Intemperie, un ambiente rural y con sólo dos personajes, un
hermano Grande y otro Pequeño, que caen en el fondo de un pozo del que no
pueden escapar. Nada se más se cuenta eso: la desesperanza y los límites de la
locura en una situación extraordinaria.
A pesar de lo breve del texto,
el autor logra trasmitir la profundidad de los pensamientos y emociones de los
protagonistas. Y también completar la historia, ya que tiene un final
brillante. Inesperado y a la vez lógico, conmovedor.
Otra novela muy buena.
Ya han pasado veinte años
desde que Quim Monzó publicó estos cuentos. Le dedico este breve comentario
porque al leerlos me llamó la atención que sus historias aún están vigentes, no
se han puesto viejas.
Son textos breves, potentes, en los cuales no
importa el nombre de los personajes, ni los títulos. Después de leerlos sólo
queda el núcleo de la historia, lo que puede resumirse en una frase: una
adolescente que supera a su maestro sexual, una hombre cuya desgracia no
termina nunca, dos amantes que se mienten por teléfono, un hombre que no se
puede enamorar y casi encuentra a su mujer ideal, y así.
Después hay unas historias de
duendes, de Cenicienta, la Bella Durmientes, y de dibujos animados. Un
acercamiento a las historias universales y a los medios masivos. Y esas sí,
parecen del pasado, pero es que entonces no existía Internet, y eran los
primeros acercamiento al hipertexto. Hoy puede parecer un chiste que un
escritor publicado en Anagrama reescriba el final de un capítulo de Tom y
Jerrry, o la vida de viejos del Rey y la Cenicienta.
De todas formas las historias
son más fuertes, lo que llevan las historias, ese no se qué, ese saber
observar, ese saber mostrar un poco más.
No es mala la idea de David
Monteagudo de contar la aventura de un grupo de mineros atrapados en un
derrumbe. La prueba está en que la televisión ya lo hizo, con los 33 chilenos,
y ni siquiera así la repetición molesta. También se me ocurre ahora que podría
servir para una obra de teatro, porque en esa situación casi todo pasa a ser
palabras, soledad y espera.
Pero en este caso, el asunto
no está bien logrado. Se narra el escape, y antes de ello, un encuentro del
protagonista con un amigo, quebrando el realismo del relato. Molesta mucho la
excesiva transcripción de los pensamientos del protagonista. Y ese quiebre de
la verosimilitud me hizo acordar mucho a las novelas de Aira.
En total, que no me gustó nada
la novela. Tenía muchas esperanzas en este autor que hasta no hace mucho era un
desconocido, ya que comenzó a publicar con cuarenta años. Quizás Fin, su primera novela, sea mejor, o la tercera, Brañaganda. Pero cuesta volver a comenzar después de una mala
experiencia. Qué injustos somos a veces los lectores.
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